A nadie le importó el sufrimiento del portero, que ahora tiene el sueño de vivir como un ciudadano anónimo o un don nadie más. De modo que, ¿por qué va a importarnos su felicidad?
Ahora que su adiós parece definitivo, conviene recordar que Víctor Valdés llevaba despidiéndose de la portería toda la vida. La suya es una historia tan vieja como el propio mundo, la historia de quien se despierta un día cualquiera encadenado a un disfraz ajeno, programado para cumplir un sueño que no es suyo, empujado a recorrer un camino cuya única vía de escape implica traicionar las esperanzas de los seres queridos. La historia de Víctor Valdés es la del cirujano que soñaba ser bailarín, el marinero que quería ser futbolista o el empresario que nunca se planteó otro futuro porque de niño descubrió su apellido esmaltado en la puerta del despacho de su padre.
Como él mismo ha reconocido en varias ocasiones, cada partido en el horizonte del fin de semana se convirtió en un pequeño calvario, una tortura que lo arrastró desde pequeño a esos pozos oscuros en los que el ser humano se pregunta qué está haciendo con su vida, lugares en los que la zozobra sentimental se impone y la felicidad se parece a un balón que se aleja, poco a poco, de tu alcance.
Todo cambió el día en que, un todavía joven Víctor, logró desmitificar su mala fortuna y comenzó a vislumbrar el sueño de los demás como un privilegio propio, una forma como otra cualquiera de ganarse la vida con las ventajas evidentes que ofrece la carrera de futbolista profesional. Como contrapartida, conoció Valdés esa otra cara del deporte en la que nunca había reparado y que no a pocos espanta: la popularidad, la invasión constante de la intimidad, la utilización de tu nombre como arma arrojadiza en guerras de cloaca con las que nada tienes que ver.
Ya consagrado como uno de los mejores porteros del mundo, Víctor Valdés seguía soportando las críticas más ruines y destructivas como mártir adoptado del cruyffismo, consecuencia primera de su rebeldía tras debutar en el Camp Nou y ser devuelto a los corrales del filial. Eran los tiempos de Gaspart y Louis Van Gaal, los días en que cualquier excusa parecía buena para tomarse revancha por el despido de Cruyff y desacreditar el nuevo proyecto. Así se gestó la persecución a un muchacho que saltaba al Camp Nou con una coraza, por si acaso, silbado por su afición a la mínima ocasión y vapuleado en columnas de opinión por reputados nostálgicos del nuñismo. Así comenzaron a circular por Barcelona las historias más infames sobre su vida privada, tan prolíficas y devastadoras como sus intervenciones milagrosas.
No es de extrañar, pues, que Víctor Valdés haya cerrado todos sus perfiles en las redes sociales tras su retirada definitiva. El niño que no quería ser portero y terminó convertido en el mejor guardameta de la historia del Barça aspira, ahora, a vivir el resto de su vida como un ciudadano anónimo, como un don nadie más. Parece un sueño austero para quienes contemplamos la vida de los grandes deportistas desde el burladero del anonimato, pero es su sueño, no el nuestro.
Estos días, en los que la resolución de un terrible crimen ha puesto de manifiesto la ferocidad y arbitrariedad de cierto tipo de periodismo, deberían servirnos para exigir que nunca más se sobrepasen ciertos límites en aras del interés público: a nadie le importó el sufrimiento de Víctor Valdés, ¿por qué va a importarnos su felicidad?
Por Rafa Cabeleira, diario El País (España).
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