jueves, marzo 28San José, Uruguay
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Los cien años del capitán eterno

Un siglo atrás nacía Obdulio Varela, el jugador que se transformó en símbolo de identidad de un país entero y aún hoy es admirado alrededor del mundo. Por tal motivo, compartimos un particular artículo que viene desde tierras argentinas. 

Familia y amigos le decían Jacinto, su segundo nombre. Pero nadie lo recuerda por Jacinto y mucho menos por Muiño, primer apellido, del padre algo más esquivo. Obdulio eligió Varela por Juana, madre honesta, negra y lavandera, que una tarde fue a la comisaría a comprobar si su hijo no había robado, porque lo vio llegar con comida de fiesta, producto del dinero de su pase a Wanderers. Obdulio Varela, así lo conoce la historia, cumpliría hoy cien años exactos. Es el Negro Jefe que enmudeció a más de doscientas mil personas cuando Uruguay le ganó 2-1 a Brasil la final del Mundial de 1950. Obdulio es tan mítico como el Maracaná. «No miren para arriba -pidió a sus compañeros antes de la final-, el partido se juega abajo». Porque «los de afuera son de palo» y los partidos, arengó Obdulio, «se ganan con los huevos en la punta de los botines». Pero sabía que los partidos no se ganaban sólo con huevos ni Negros Jefes. Ni con hinchas ni estadios. Llámese Maracaná o Wembley. O Bombonera.

Obdulio, que de joven se probó en Banfield, y que en un amistoso benéfico jugó un segundo tiempo para River, reemplazando a Pipo Rossi, casi se muda a la Bombonera meses antes del Mundial ’50. El dirigente de Boca le dijo que, si bien lo conocían y sabían de sus condiciones, «era de rigor que hiciera una práctica» en el club. «¿Por qué no vienen ustedes a practicar al Centenario? Este negrito -respondió digno- se llama Obdulio Varela y del Uruguay no se mueve». Lo cuenta Radamés Mancuso en «Obdulio, el último capitán». Obdulio estaba en crisis con Peñarol, que lo había señalado como líder fundador del sindicato y de la huelga de jugadores que paralizó siete meses al fútbol uruguayo (del 14 de octubre de 1948 al 3 de mayo de 1949). El periodista Franklin Morales cuenta en una grabación que me mandan desde Uruguay que Peñarol intentó sobornarlo tres veces durante el conflicto. Y que a todos les resultó increíble que Obdulio, que ya era capitán de la celeste, volviera durante la huelga a su viejo oficio de peón albañil.

Trabajó desde los ocho años, cuenta Amador Fernández en «Obdulio Más allá del mito». En invierno y descalzo, vendía diarios en la puerta del Petit Versalles. De madrugada paraba bolos en un bowling cercano. Dormía en cualquier lado. Lustraba zapatos y vendía pan. A los trece cuidaba coches en el Hotel del Prado. Cadete de una firma de mensajería le tocó entregar una carta a Carlos Gardel. Obdulio llegó a tercer grado y, muchos años después, Catalina Pepper, su esposa de toda la vida, hija de un húngaro contratista, le enseñó a escribir usando letras de Gardel. Dejó su empleo de oficina por exigencia de Peñarol, que lo compró en 1943. Estalló de felicidad cuando, apenas meses antes del Mundial de Brasil, consiguió un nuevo empleo en el Casino. Antes de subir al avión, juntó al plantel en una sala del aeropuerto y exigió a sus compañeros que saludaran uno por uno a Matías González, carnero en la huelga que él había liderado. «Si no hay unidad -dijo una vez- pueden jugar los mejores once del mundo que no le ganan a nadie».

Obdulio se curtió dos años en canchas bravas de la Intermedia uruguaya. De hinchas con fierros y piedras. En las que estaba prohibido gritar gol de visitante, como se anotició cuando lo desmayaron de un golpe en la nuca en una cancha de Maroñas. El Maracaná acaso era Hollywood al lado de eso. Su gesto de enfriar a la multitud poniéndose la pelota debajo del brazo y reclamando al árbitro inglés un supuesto «orsay» tras el gol inicial de Brasil se hizo mito. Como su decisión posterior de no festejar el Mundial con dirigentes que en la previa aceptaban una derrota de hasta 4-0 y luego se autoconcedieron medallas de oro e irse en cambio a embriagarse hasta las siete de la mañana con los brasileños («mi patria -dijo una vez- es el pueblo que sufre»). Y escaparse semidisfrazado de la fiesta al día siguiente en Montevideo. Y no aceptar publicidad en su camiseta. Y casi no dar notas hasta su muerte, en 1996. Y volver a jugar sí, pero sólo a beneficio de los niños lisiados.

Basta ya de Maracanazo, decía. De nostalgia. Porque fue un partido de fútbol y Uruguay ganó como pudo haber perdido. Ganó con personalidad, es cierto, pero también por juego. Cometiendo inclusive la mitad de faltas que Brasil. Con la clase de Juan Alberto Schiaffino, El Pepe. La velocidad de Alcides Ghiggia y la habilidad de su querido Julio Pérez. Obdulio, que combinaba potencia y técnica, admiraba el arte. Uno por uno, citó una vez a los cinco delanteros de La Máquina de River. «¡Cómo jugaban esos ‘japoneses’! ¡Deseaba que la pelota saliera al ‘obol’ para poderla tocar!». Pero el mito se hizo gigante porque, más importante aún, el Capitán Eterno, que censuró al vino tentador, jamás se la creyó. Al año del Mundial le robaron el Ford, lo engañaron luego con una colecta para una casa y hasta le negaron un día ingresar al Centenario. Autorizó el pedido de unos jóvenes que crearon al Obdulio Varela FC, lo cantan el Canario Luna y Jaime Roos y el estadio de Villa Española lleva su nombre, como ahora, en medio de tanto homenaje, lo hará una calle. «Nunca -dijo una vez Obdulio- conocí a nadie que coma puchero de fama».

Por Ezequiel Fernández Moores, del diario La Nación – Argentina.

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